Hay pocos momentos reveladores en la vida de un coleccionista de arte: el primero de ellos—por lo menos lo fue para mi marido Gustavo y para mí—es darse cuenta de que la inocente adquisición de un par de obras de arte, obtenidas porque llamaron tu atención de manera determinante, son ya algo más que unas pocas... y, sin querer, se han convertido en una colección en toda la extensión de la palabra.
El segundo, que llega de golpe, súbitamente, es asumir que se tiene la responsabilidad de esta colección mientras esté en sus manos; de hecho, hay una larga lista de responsabilidades: la de proteger y conservar las obras, archivarlas, aprender lo más posible sobre ellas, compartirlas, y crear las condiciones adecuadas para producir conocimiento que ayude a dilucidar cada pieza y su lugar dentro de un contexto cultural más amplio.
El tercer gran descubrimiento es que la vida útil de su colección superará la suya, y que debe asegurarle un entorno más permanente, que garantice su supervivencia así como su acceso a generaciones venideras.
Muchos coleccionistas que admiro han llegado a la conclusión de que abrir un museo privado para alojar su colección es la mejor manera para lograr el tercer objetivo. Hay varias, y muy buenas razones para hacerlo, como, por ejemplo, el coleccionista puede elegir el sitio adecuado y supervisar la construcción—o remodelación— de un edificio que responda a las necesidades de la colección, la creación de un fideicomiso puede asegurar que haya fondos suficientes para conservarla a futuro, y permite garantizar que todas las obras de la colección permanezcan constantemente en exhibición, en lugar de almacenadas a la espera de que un curador las requiera.
Sin embargo, y por las que considero tan buenas razones como las previamente mencionadas, Gustavo y yo decidimos no crear un museo para albergar nuestra colección—la cual, vale la pena repetirlo, comprende cinco áreas de investigación: paisajes de América Latina producidos por artistas viajeros, arte y mobiliario colonial, cultura material de los pueblos indígenas de la región amazónica, abstracción geométrica latinoamericana de la época modernista, y arte contemporáneo—.
En vez de dedicar esfuerzos a la creación de un espacio museal, nos pareció que era sumamente importante hacer circular, bajo nuestra tutela, las obras—la mayoría de las cuales eran poco conocidas cuando las adquirimos—, a través de un intenso programa de préstamos para que pudieran ser vistas a nivel internacional y en una variedad de contextos. Salvaguardar la colección dentro de un museo privado habría ido en contra de ese objetivo de difusión, al mantenerla aislada de un público más amplio.
Los fondos que habrían sido dedicados a la construcción de una estructura se usaron en cimentar relaciones de colaboración, producir publicaciones, y para iniciar programas de investigación, becas, posiciones laborales en instituciones culturales y educativas y fondos para viajes de investigación; todo para contribuir al conocimiento del arte latinoamericano y la cultura en general, así como de las obras incluidas en la colección. Además hemos desarrollado este sitio web que llega a decenas de miles de personas en el mundo, cosa que no todos los museos pueden hacer.
Otro argumento de peso fue que nos pareció que crear un museo privado impondría una carga para nuestros hijos, nietos y las generaciones futuras, pues se sentirían obligados a continuar y administrarlo después de nosotros. Dado que hemos desarrollado relaciones sólidas con instituciones afines, cuyas estructuras permiten una amplia gama de perspectivas curatoriales y el manejo de una gran diversidad de obras, consideramos que la incorporación gradual de la colección a museos públicos ya establecidos sería la mejor opción.
He solicitado a algunos coleccionistas, curadores y directores de museos que me acompañen en esta reflexión y compartan sus puntos de vista sobre esta cuestión clave para nuestro futuro cultural común. Durante las próximas semanas—y por partes—publicaremos las respuestas de Glenn Lowry, Alice Walton, Manuel Borja-Villel, Juan Carlos Vermé, Solita Mishaan y Leonard Lauder, a la pregunta "Colecciones privadas: ¿construir o no construir?".